Llueve.
Es otoño y llueve. Y no solo en la calle, dentro de mí también cae un
diluvio. Ya nada vale la pena, nada tiene sentido. ¿De qué sirve vivir
si no eres feliz, si todo lo que tocas se desmorona, si nadie te
comprende?
La oscuridad se va apoderando de la
ciudad y con cada día que pasa los edificios se vuelven más grises. No
sólo los edificios, los árboles, los bancos, la gente que pasa a mi
lado... todo es más taciturno y parece que el tiempo insiste en que yo
forme parte del espectáculo, que abandone mis ilusiones, que me rinda a
la monotonía que trae el frío, a las carreras para no mojarme mientras
vuelvo a casa.
Y de repente, eso mismo ocurre, una gota
de lluvia surca mi cara y otra acaba en mi gorro de lana, que parece no
ser suficiente para ese tipo de lluvia fina, pero insistente hasta que
te cala los huesos. Abro mi paraguas lleno de colores: rojo, naranja,
amarillo, verde, azul y añil, imitando a un arco iris que poco a poco
adquiere intensidad, un poco más por cada gota de lluvia de la que me
protege.
Mucha gente se gira cuando paso a su
lado y no creo que sea solo por el paraguas, eso es sólo una pequeña
parte de lo que podría distraerles. Puede que sea por mi chubasquero
amarillo brillante, algo corto que deja a la vista el final de mi peto
vaquero y corto y mis medias azul marino con pequeñas estrellitas más
oscuras, ¿y si es mi bufanda a rayas azul turquesa y verde esmeralda? ¿o
si es mi gorro morado? Seguro que son mis botas de lluvia rojas.
Siento el impulso de acelerar mi paso,
para pasar lo más desapercibida posible, pero antes de hacerlo realidad
una idea nace en mi mente y provoca el efecto contrario en mi cuerpo. Me
paro. Me paro y dejo que se choquen conmigo hasta que se consigo una
burbuja de espacio vital que la gente evita explotar. Mientras tanto mi
idea sigue creciendo: "¿Y si la culpa no es mía? ¿Qué tienen de malo los
colores? Puede que sea exagerado, puede que al fin y al cabo sea algo
rara, pero ¿y si cada color es un buen recuerdo para mi?".
Miro hacia arriba en busca de el cielo
gris que se empeña en derrotarme, pero me encuentro de nuevo con mi
escudo de tela impermeable y sonrío. Sonrío al ver el rojo, de las
pajitas rayadas de los batidos del Vanilla Shake's; el naranja, del
último atardecer de verano con aquel chico que aún hace que me tiemblen
las piernas cada vez que le veo; el amarillo, de los Smileys de mi
mochila del instituto; el verde, de la hierba del patio de detrás de mi
casa, que era fresco y suave en primavera; el azul, de los ojos de él y
del cielo en verano; y el añil, de las sábanas de mi cama, siempre
acogedoras y dispuestas.
Entonces, cierro mi paraguas y dejo que
la lluvia me empape gota a gota la cara, las manos, que salpique contra
mi chubasquero que acabo abriendo para dejar paso al agua y que me cale
por dentro. Empiezo a caminar, hasta el centro de la calle donde se
encuentra el surco que lleva el agua hasta la alcantarilla y salto para
que salpique. Giro sobre mi misma y siento la mirada de la gente y el
agua cayendo sobre mí. Escucho en mi cabeza mi cabeza mi canción
favorita y todos mis sonidos favoritos: el viento entre el trigo, cantar
con mis amigas desafinando y a pleno pulmón y la risa de él... Y miro
al cielo, a las nubes, a la lluvia y en mi cabeza les grito desafiante:
"¡No necesito un paraguas para protegerme de ti! No tienes poder sobre
mí. Yo decido y elijo que el gris forme parte de mis recuerdos. El
recuerdo del día en el que la lluvia me enseño que vale la pena luchar."
RELATO DE UNA WAMBERA
RELATO DE UNA WAMBERA
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