Llueve.
Es otoño y llueve. Y no solo en la calle, dentro de mí también cae un
diluvio. Ya nada vale la pena, nada tiene sentido. ¿De qué sirve vivir
si no eres feliz, si todo lo que tocas se desmorona, si nadie te
comprende?
Y de repente, eso mismo ocurre, una gota
de lluvia surca mi cara y otra acaba en mi gorro de lana, que parece no
ser suficiente para ese tipo de lluvia fina, pero insistente hasta que
te cala los huesos. Abro mi paraguas lleno de colores: rojo, naranja,
amarillo, verde, azul y añil, imitando a un arco iris que poco a poco
adquiere intensidad, un poco más por cada gota de lluvia de la que me
protege.
Siento el impulso de acelerar mi paso,
para pasar lo más desapercibida posible, pero antes de hacerlo realidad
una idea nace en mi mente y provoca el efecto contrario en mi cuerpo. Me
paro. Me paro y dejo que se choquen conmigo hasta que se consigo una
burbuja de espacio vital que la gente evita explotar. Mientras tanto mi
idea sigue creciendo: "¿Y si la culpa no es mía? ¿Qué tienen de malo los
colores? Puede que sea exagerado, puede que al fin y al cabo sea algo
rara, pero ¿y si cada color es un buen recuerdo para mi?".
Miro hacia arriba en busca de el cielo
gris que se empeña en derrotarme, pero me encuentro de nuevo con mi
escudo de tela impermeable y sonrío. Sonrío al ver el rojo, de las
pajitas rayadas de los batidos del Vanilla Shake's; el naranja, del
último atardecer de verano con aquel chico que aún hace que me tiemblen
las piernas cada vez que le veo; el amarillo, de los Smileys de mi
mochila del instituto; el verde, de la hierba del patio de detrás de mi
casa, que era fresco y suave en primavera; el azul, de los ojos de él y
del cielo en verano; y el añil, de las sábanas de mi cama, siempre
acogedoras y dispuestas.

RELATO DE UNA WAMBERA
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